¿Cuál es la tesis del libro? Bel, como economista, analiza la inversión pública en infraestructuras y su reparto territorial. Frente al clásico argumento que afirma que en España se ha tratado de primar ora la eficacia de la inversión en términos económicos y de retorno de actividad económica, ora de mejorar la cohesión social y territorial llevando infraestructuras allí donde podían suponer un revulsivo para el crecimiento de lugares tradicionalmente penalizados, el trabajo de Bel demuestra que ni una cosa ni otra. Y aventura una hipótesis alternativa que luego irá demostrando poco a poco. El verdadero objetivo de la inversión en infraestructuras en España no ha sido otro que consolidar el dominio económico de Madrid frente a la periferia, en un intento de convertir, a base de meter dinero público para ello, a la capital política de España también en el centro económico del país. En definitiva, que las infraestructuras pagadas por todos se han usado en España para intentar conseguir que Madrid fuera a nuestro país como París es a Francia. Lo que ha costado un esfuerzo descomunal y se ha hecho a costa de la eficiencia económica y la cohesión social, por cierto, en contra de lo que se suele decir.
Bel empieza su análisis contando cómo, a diferencia de lo que ocurre en el resto de países europeos (con capitales costeras o bien comunicadas con el mar por vías navegables), Madrid tiene desde un primer momento un problema de aprovisionamiento enorme por su peculiar situación geográfica. Ello obliga a establecer distintos sistemas de subvención pública sin parangón en Europa, ya en la época de los Austrias, para facilitar la llegada de víveres a la capital. De modo que en un contexto donde los caminos no son responsabilidad estatal en ninguna parte, en España se inicia una red radial que une Madrid con los diferentes puntos costeros básicos que será financiada con cargo al presupuesto del Reino. Las mejores y más cuidadas carreteras, pensadas para dar servicio a la capital y suplir los inconvenientes producto de su localización, serán desde ese momento, en una dinámica afianzada por los Borbones y hasta nuestros días, las radiales que llevan a Barcelona y la frontera francesa, Valencia, Alicante y Murcia, Sevilla, Extremadura, Galicia e Irún. Pagadas, eso sí, por todos. A escote. El resto de vías no se financiaban. ¡Ni falta que hacía! Junto a esta ayuda, Bel relata cómo se establecen algunas otras, bien divertidas, como la obligación impuesta a los propietarios de predios vecinos a los de estas vías, que habían de aceptar que el ganado pastara libremente en los mismos. Era una forma más de abaratar la llegada de ganado (y de carne) a la capital.
Un esquema semejante se repetirá en el siglo XIX con el ferrocarril. Mientras menudean pequeñas iniciativas, siempre privadas y que se llevan a término sin contar con ayudas públicas para conectar centros productivos o agrícolas con los puertos que dan salida a esos bienes de consumo (en Cuba, primer ferrocarril español; o en el caso del Barcelona-Mataró, primero peninsular; o en los que conectan minas asturianas con el mar; o en el Xàtiva-Valencia…), hay un trazado que recibe, excepcionalmente, cuantiosas ayudas públicas. ¿Adivinan cuál? Pues sí. En efecto. El trazado Madrid-Aranjuez que luego se va prolongando hasta Almansa y Alicante, con la idea de lograr la conexión de la capital con un puerto de mar. La historia que cuenta Bel es particularmente edificante y divertida porque, en este caso, además, las subvenciones públicas concedidas por el Ministro de Hacienda, el Marqués de Salamanca, en exclusiva para la construcción de un único ferrocarril iban a parar a la empresa privada promotora de la línea en cuestión, presidida por… el Marqués de Salamanca. La cosa, incluso para los parámetros españoles de la época, generó cierto revuelo y durante unos meses paró las obras, llevó al destierro a este españolísimo emprendedor y no se acabó de entender hasta que, finalmente, la razón de Estado imperó, la pasta pública se aflojó (porque, a diferencia de las otras líneas, ésa no había manera de acabarla sólo con financiación privada) y el bien de todos los españoles decentes se impuso. Al Marqués de Salamanca le pusieron un barrio en Madrid, en agradecimiento. No llama demasiado la atención que en el resto de España, en cambio, no tenga ninguno. Aunque hoy en día, quién sabe, a alguien que hiciera algo así probablemente se le premiaría con algo más suculento, como la presidencia del MEMYUC. O de la CEOE. O de Cajamadrid. Elijan Ustedes.
La peculiar manera de hacer infraestructuras, en este caso ferroviarias, españolas, se agudizaría con el tiempo. Las quiebras de no pocas compañías, sobre todo de los esfuerzos por llevar líneas de tren a la capital, provocaron que el Gobierno lanzara un programa sin parangón en la Europa de la época: meter dinero público para completar la red. ¿Toda la red? No. Sólo la red radial y algunos añadidos. En concreto aquellos que permitirían conectar Madrid con todas las capitales de provincia. Mientras en el resto de Europa los trenes se tendían, normalmente con dinero privado, siempre allí donde la demanda lo exigía (criterio de eficiencia) aquí en España se empleaban fondos públicos para conectar la capital (criterio político). Ni siquiera en la misma Francia la red fue tan radial como aquí (tampoco lo es en la actualidad) y, por supuesto, no contaba con apoyo público. Como dice Bel, no dejaba de ser lógico que así fuera: París siempre ha sido potente económicamente y el motor central de Francia, luego no necesita de ayudas adicionales para ser como es París: ya lo es por sí misma. ¡Y por definición!
El peculiar sistema mixto de que en este país las infraestructuras se pagan con fondos privados allí donde tienen sentido económico (corredores mediterráneo, del Ebro, algunas conexiones del norte de España o andaluzas) y en cambio se pagan con fondos públicos cuando estamos hablando de las conexiones con Madrid se repite más veces a lo largo de la historia. Por ejemplo, con las autopistas de peaje. A finales de los 60 se proyectan muchas de ellas y se sacan a licitación pública. Las empresas privadas que han de rentabilizarlas hacen sus cálculos y pasen de hacer una sola de ellas (bueno, no, en realidad sí hacen una, pero sólo una, la A6) en el entorno de Madrid. La mayoría de los kilómetros son el corredor mediterráneo y del Ebro, de nuevo, donde la actividad económica (criterio de eficiencia) permite recuperar la inversión. Las radiales no encuentran quien quiera hacerse cargo de ellas, sencillamente porque no generan suficiente tránsito. De nuevo, en los años 80, será el Estado quien, a cargo del dinero de todos, suplirá a la iniciativa privada allí donde ésta no veía rentabilidad. Y de nuevo por criterios de centralidad política, dejando de lado la eficiencia y la cohesión social (se hicieron tramos de radiales que tenían menos intensidad de tráfico que algunos de carreteras andaluzas que a día de hoy siguen siendo de vía única, por ejemplo), se optó por pagar con impuestos una flamante red de autovías para comunicar Madrid con todas las capitales de provincia.
En Europa, en general, los modelos de autopistas son bien gratuitos (por ejemplo, Alemania), bien de peaje (Francia, Italia), pero sin discriminaciones dentro de la red dependiendo de en qué regiones estemos. En España hay zonas que pagan peaje y otras que no. De nuevo, una anomalía histórica y comparada. Bel refleja en su libro cómo al final este desequilibrio parece haberse matizado un poco en los últimos años con las radiales de peaje de Madrid y la aparición de algunas autovías incluso en Cataluña, Valencia, Aragón o el País Vasco. La edición de su obra está cerrada, sin embargo, antes de que las rutilantes radiales en cuestión ¡hayan tenido que ser rescatadas con toneladas de dinero público! Una vez más, se repite la historia, las sobredimensionadas infraestructuras que hemos proporcionado a Madrid no se justifican por la necesidad de las mismas y no pueden ser financiadas privadamente. Sólo el dinero de los impuestos permite seguir enterrando pasta sin fondo en construir una súper-capital económica a costa de drenar recursos tanto de otras zonas tanto o más dinámicas del país como de las regiones más desfavorecidas. Ni eficiencia ni cohesión social.
Por supuesto, las cosas no van a cambiar. Y la forma en que se ha previsto la extensión del AVE lo demuestra bien a las claras. Realizada esta nueva red de nuevo con fondos públicos, destinados a cubrir los costes de una inversión que en términos económicos es ruinosa debido a la ausencia de tráfico bastante para justificar la inversión (baste decir que el eje París-Lyon mueve casi 50 millones de viajeros al año mientras que eje Madrid-Barcelona apenas llega a los 8, de la ocupación de las vías de alta velocidad japonesa ni hablamos), resulta evidente que nadie pondría ahí capital privado. Es una red, además, realizada de nuevo con criterios políticos antes que de eficiencia económica (el corredor Valencia-Barcelona-frontera, que es el que más tráfico tiene en España no tiene AVE a día de hoy ni está previsto que lo tenga porque todas las líneas, todas, programadas tienen como punto de destino Madrid). Aquí la lógica es la que es, política y por ello llega incluso a dar igual que una línea pueda tener una previsión de menos de 250.000 pasajeros al año (Madrid-Santander) cuando la Unión Europea no recomienda poner una sola traviesa para ejes que no tengan al menos 10 millones de pasajeros al año (ni una sola de las líneas españolas, por supuesto, cumple con esta exigencia). Porque aquí no se trata de lograr una utilización sensata de los recursos, se trata, como abiertamente han dicho tanto Aznar como Rodríguez Zapatero, de conseguir que Madrid quede conectada por alta velocidad con todas las capitales de provincia españolas, en menos de 3 horas, cueste lo que cueste. Si luego entre Castellón y Tarragona, en el corredor con más incidencia económica y tráfico del país, hay todavía vía única, eso es un problema menor. Como es evidente, además, la cohesión social brilla por su ausencia en esta política. El carísimo AVE Madrid-resto de provincias se lleva todo el dinero y no hay manera de que nos queden fondos ni para mercancías ni para una red regional decente como la que tienen los alemanes, franceses o italianos a los que estamos haciendo ricos comprándoles la tecnología de nuestra rutilante red de alta velocidad. ¿Es que en este país nadie hace números? Por supuesto que no. Los números están hechos. Lo que pasa es que la prioridad es la que es: construir una capital económica aunque sea a costa de drenar los recursos del resto del país.
Un último ejemplo, quizás el más espectacular, es el de la gestión aeroportuaria. Una gestión centralizada inédita entre los países europeos pues un modelo de estas características sólo es compartido por Rumanía. Pero es que los europeos son tontos. O, más bien, que no tienen un proyecto de construcción centralista como el nuestro. Niquelado y molón. Que nos venden con cuentos chinos. Así, tradicionalmente se había defendido el modelo de gestión centralizada de AENA apelando a dos argumentos. Uno era el de eficiencia, pero las deudas que la gestión aeroportuaria supone en España mientras en otros países homologables ésta es una actividad rentable han hecho que ya casi nadie ose apelar a esta razón.
Queda la segunda justificación tradicional. La cohesión social. Se nos dice que una gestión centralizada permite a AENA repartir fondos e inversión, obteniendo ingresos de los aeropuertos más grandes y rentables, como Barajas o El Prat, para poder subvencionar aeropuertos pequeños que de otra manera no podrían subsistir y dar así servicio a muchos ciudadanos que en caso contrario no dispondrían de un aeropuerto a su disposición. El libro de Bel, sin embargo, destroza esta tesis de manera brutal haciendo uso de los datos que, tras muchos años de negarse a darlos, ha acabado por proporcionar la propia AENA. Inversión, endeudamiento e ingresos de cada aeropuerto demuestran que la gestión no sólo no es eficiente sino que además, lejos de ser cohesionadora en lo social y territorial, es regresiva en este punto. Barajas recibe como 5 veces lo que debiera en atención a lo que ingresa. Y el Prat, aunque está cerca del equilibrio, un poco más de lo que le correspondería. Mientras tanto, todos los aeropuertos medios (Málaga, Sevilla, Valencia, Alicante…) están infradotados e ingresan bastante más de lo que se invierte en ellos. Desequilibrio que ya es directamente brutal en los aeródromos de las islas. De Canarias y de Mallorca la gente de AENA saca dinero en carretillas no para invertir en esos lugares (eficiencia) ni en aeropuertos pequeños (cohesión) sino para meter lustre a El Prat y, sobre todo, a Barajas. Con ser cierto que los aeropuertos muy pequeños sí son deficitarios y necesitan una subvención (en todo caso ridícula con la que reciben Barajas e incluso El Prat) a fin de poder llevar a término su actividad es obscenamente evidente que no son ellos los beneficiados por el modelo AENA de gestión. Porque no se trata de que se busque preservar este servicio, como los números demuestran, sino de algo bien distinto.
En definitiva, como dice Bel, estamos ante lo que estamos. Una política de Estado para convertir a Madrid en el principal polo económico del país (algo que se ha conseguido, de hecho) que se ha llevado a cabo contra toda lógica económica y de cohesión social. Un proyecto inédito en Europa y que cuenta, además, con el férreo apoyo de los dos principales partidos, tanto de PP y de PSOE, así como con el de las principales élites económicas. De hecho, este modelo de inversión pública es militantemente defendido incluso por los ciudadanos de la regiones españolas más perjudicados por el mismo, que son las más próximas a Madrid (las dos Castillas), que han sido aniquiladas económicamente por culpa de estos sistemáticos subsidios a la actividad en la capital.
La cuestión es que, sea bueno o malo este sistema centralista de inversión y ayuda a la actividad económica que se lleva a cabo en Madrid, es lo que tenemos. Pero nos lo ocultan cuidadosamente. Y eso ya sí que está indudablemente mal. Estas cosas conviene saberlas y en un país civilizado si se decide que nos ponemos a ello pues, ya que estamos, ha de ser con conocimiento de causa. Por eso es tan interesante un libro como España, capital París, porque nos ilustra con números y una exposición razonada y demostrada, que es lo que hace falta. Entre otras cosas para evitar que nos tomen abiertamente el pelo. Porque cuando una persona inteligente te cuenta una milonga de proporciones tan grandes como que la gestión centralizada de AENA responde a criterios de equidad social, tal y como alerta Bel, es obvio que no te lo dice porque él se lo crea (algo inconcebible en una persona inteligente como de hecho son quienes defienden este modelo sin pestañear) sino, sencillamente, porque hay alguna otra razón que no te quiere explicar. Así como un poderoso motivo por el que prefiere guardar silencio sobre el tema.
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